La primera vez que vi a
Ramón venía corriendo directamente hacia mi. Su mirada era tan intensa que cerré
los ojos. Cuando los abrí, Ramón me miraba con sorna mientras se agarraba la
cintura con las manos, en un gesto de animal en apareamiento que ahora encuentro
cómico pero que en ese entonces fue incómodo. Sonó la campana y entramos todos
al salón.
A Ramón le gustaba
perseguirme y a mi me gustaba correr lejos de él. A veces, Ramón le decía a sus
amigos que también me persiguieran, pero el único que podía alcanzarme era él.
Un día llegué a mi casa
con veinte pesos y mi mamá escandalizada me preguntó quién me los había dado. Yo
contesté tranquila: Ramón. Al día siguiente mi mamá se paró frente a él y le prohibió
darme dinero. Menos mal que no le prohibiera corretearme.
Un día caminando hacia la
escuela se me cayeron los calzones. Ya saben, pasa que con el tiempo y las
lavadas algunas prendas sufren alteraciones. Decidí no levantarlos, pues de
todas maneras se volverían a caer.
Ramón esperó a que me
sentara para tirar un lápiz. Se agachó y sin disimular, se asomó a las fauces
de mi falda. Aguanté la respiración y apreté las piernas durante toda su inmersión.
Ramón se levantó cariacontecido. Lo miré, me miró y nadie dijo nada.
Expulsaron a Ramón pocos
días después por golpear a un niño. Y yo nunca más dejé mis calzones en la
calle.